«Yo iba leyendo la prensa cuando sentí una enorme explosión. Me encontré tirado en el suelo de mi coche, boca abajo. Noté un olor intenso y un fuerte escozor en la cara. Me la toqué para saber si estaba entera. Luego me toqué los brazos y las piernas. Le pregunté a Estanis, mi conductor, si estaba bien y si sabía qué había pasado. Me dijo: «Ha sido una bomba». Le pregunté si la llevábamos nosotros adosada a los bajos del coche y me contestó: «No, creo que ha sido un coche bomba». Eran las 8.10 de la mañana del 18 de abril de 1995.
Éste es el recuerdo que guarda José María Aznar de los primeros segundos dentro del coche después volver a nacer a los 43 años. Y así lo escribe en su primer libro de memorias, casi como un periodista que se ve a sí mismo desde fuera haciendo la comprobación de que, en efecto, está entero y a lo mejor ha sobrevivido a un intento de asesinato.
Mientras él se palpaba y descubría entero, en la calle ardía como una bola de fuego del coche bomba con 30 kilos de amosal que la banda terrorista ETA había detonado al paso del vehículo oficial del presidente del PP. Mientras Estanis y los policías protegían dentro al ocupante del coche, fuera el paisaje era de terror, una vivienda se derrumbó y su propietaria acabó falleciendo por las heridas. Decenas de coches y de edificios resultaron dañados.
«Salí del coche por mi propio pie y pregunté inmediatamente por mis escoltas. Estaban en la calle, aturdidos y chamuscados, pero enteros, pistola en mano. Les dije: 'guarden eso, los que han hecho esto ya no están por aquí».
España entera asistió, aliviada y a la vez admirada, a la escena del entonces líder de la oposición saliendo del coche con el traje y la corbata sin una arruga de más, el rostro y el cuerpo en calma. Su aplomo sin dramatismos ponía los pelos de punta. Sólo tenía rasguños. Los escoltas le condujeron para los primeros auxilios a una maternidad frente a la cual los terroristas accionaron el coche bomba de forma manual para eludir los inhibidores de frecuencia. ETA tendió un cable de muerte más de 150 metros a lo largo de la calle adyacente, sin que nadie reparara en ello. Le salvaron el blindaje del Audi 8 y las décimas de segundo que el etarra tardó en activar el mecanismo. «Si la carga hubiera explotado medio segundo después y en vez de impactar a la altura del motor nos hubiera dado a la altura de las puertas, ahora estaría muerto».
Él se descubrió vivo, pero mientras tanto en su casa, Ana Botella, que había escuchado la explosión, no tuvo dudas. Esta bomba era para él. Hasta que Aznar llamó por teléfono, la vida se le hizo eterna. Lloraba, mientras su marido le dijo que estaba bien y que cuidara de los niños. Luego llamó a su despacho de Génova, 13 y le dijo a Milagros, su secretaria, que informara del atentado a todos los dirigentes del PP.
Cascos y Mayor Oreja no pudieron por menos que recordar la conversación mantenida por ellos esa misma semana con el entonces ministro de Justicia e Interior, Juan Alberto Belloch. Le preguntaron si tenía el Gobierno noticias sobre un posible atentado de ETA contra alguien del PP, tras haber asesinado a Gregorio Ordóñez en el mes de enero de ese año. «Hace unos meses detectamos un movimiento de comandos, pero ahora no hay especial motivo para temer que vayan a atentar contra algún dirigente del PP».
Las instituciones empezaron a temblar ese día temprano, incluso cuando respiraron al comprobar que Aznar había sobrevivido. ETA tenía la capacidad operativa de asesinar a la alternativa de Gobierno. Y el mensaje que la banda terrorista lanzaba a España era claro. Podemos acabar con el sistema democrático a base de bombas y de miedo.
Aznar, aún con el olor del azufre impregnado en su cuerpo, quería largarse inmediatamente a su casa para dar la sensación de normalidad. Pero los médicos le obligaron a ingresar en una clínica. Allí le llamó el Rey Juan Carlos: «No van a poder con nosotros porque tenemos siete vidas como los gatos». También le llamó Felipe González, para ponerse a su disposición si necesitaba algo. Pero el entonces presidente, que atravesaba una época de desinterés por la política después de casi 13 años en La Moncloa, no le visitó. Lo cual no fue muy bien visto por casi nadie. «Hemos rozado la catástrofe», les dijo el entonces presidente a los corresponsales extranjeros.
Estaba ya en marcha el comienzo de la leyenda del superviviente. Y de forma definitiva, le nació el carisma, esa cualidad política que le sobraba a González y le faltaba a Aznar. Manuel Fraga le dijo que las leyendas sobre las personas se escriben en los momentos trágicos. La serenidad y templanza de las que había hecho gala el presidente del Partido Popular durante las dramáticas exequias del asesinado Gregorio Ordóñez fueron la tónica de esos días. «Son gajes del oficio», aseguró en sus primeras declaraciones públicas.
A su mujer le dijo: «No te preocupes, que envejeceremos juntos». A su partido, le pidió que no exigiera responsabilidades a nadie, salvo a ETA, de las circunstancias de su atentado. Ya los ciudadanos españoles, que hacía dos años le habían dado la espalda en las elecciones generales de 1993 que volvió a ganar González, les transmitió que el intento de asesinato por parte de ETA era la última prueba que le quedaba para alcanzar la Presidencia del Gobierno. «Ya no me quedan más pruebas que pasar». En enero, al pie del cadáver de Gregorio Ordóñez, Aznar había manifestado: «Es nuestro bautismo de sangre».
A partir del 18 de abril de 1995, José María Aznar, el líder que logró la unificación del centroderecha español, fragmentado en reinos de taifas durante más de una década de democracia, adquirió la condición de víctima del terrorismo. Una condición que le empapó interiormente como persona y guió sus pasos como presidente del Gobierno. Una condición que nunca le ha abandonado. Juró desmantelar a la banda y perseguir a su brazo político. Ylo hizo sólo con la ley, pero con todas las de la ley.
«El atentado no cambió mi personalidad. No añadió ni quitó nada a mi determinación de luchar contra ETA. Lo que sí hizo fue acentuar mi sensibilidad y compromiso con las víctimas del terrorismo. Sólo hay dos bandos. Los que matan y las víctimas. No se puede estar con un pie en cada sitio».
Cuenta quien fue su jefe de comunicación y secretario de Estado, Miguel Ángel Rodríguez, que el alivio del fracaso de ETA queriendo matar a la alternativa de Gobierno era un clamor. Emilio Botín, entonces presidente del Santander, coincidió con él en un aeropuerto. «Se levantó del sofá y le observó diez segundos, le dio un abrazo, se le llenaron los ojos de lágrimas y exclamó: «Gracias a Dios, gracias a Dios». El mismo Botín que le negó la financiación de la campaña del 89.